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MÚSICA PARA PASTILLAS



Heinrich Himmler, considerado uno de los mayores carniceros del mundo, se encontraba solo en una pieza de Flensburgo al recibir la noticia de la capitulación de la Alemania Nazi y el suicidio del Führer en Berlín. Todo está acabado rezongaba sentado en el borde la cama, el ideal de una Europa pura está perdida – mascullaba inquieto - El ejército ruso de Stalin tiene sitiado gran parte de la Alemania oriental y la emboscada Británico Francesa emerge gracias al inmejorable apoyo de los militares norteamericanos. -Todo está perdido,- increpaba al cielorraso- tengo una mínima oportunidad de ver a mi familia en Múnich por última vez y lograr escapar del país junto a ellos, mis fieles asistentes  que gozan de mi confianza colaboraran a pasar las fronteras, debo ser cauto de mis movimientos, sin embargo esta música que llevo dentro los dientes no debe ser activada, no debo escuchar las notas de mi muerte,  las notas que bajo ninguna circunstancia deben atravesarse en este último sendero que me ofrece la vida.

-Mi Reichsführer, está todo listo para el viaje – expresó Heyneck con un saludo reverencial - su familia lo espera en Munich, debemos irnos inmediatamente.
El jefe de las SS, tomó sus bártulos indispensables, quemando los demás documentos que transportaba en la chimenea del dormitorio donde se escondía; bajó las escaleras con presteza, la movilidad ronroneaba a la espera del Reichsführer, partiendo en la niebla, pasaron los pueblos de  Marne, hasta la ciudad de Hamburgo, a paso cansino hasta  Bremerborde  al linde correspondiente  a Friedrichskoog, el mandamás y su pequeño séquito cansados del extenuante viaje  decidieron apearse en el camino de Neuhaus, Himmler ávido de tabaco abrió su cigarrera de plata, percibiendo en su retaguardia en aquel instante el sonido de los taconazos de unas botas en el suelo pedregoso, no serviría de nada el traje campechano que vestía, el insólito parche en el ojo exaltando la ausencia de sus clásicos lentes ovales de montura metálica. Los desconfiados soldados aliados no confundirían la irregularidad de la protección inusitada hacia un solo hombre, con seguridad se trataría de un alto mando militar del enemigo, el sujeto calvo y con parche en el ojo vestido de civil acreditado como el sargento Heinrich Hitzinger  fue detenido y trasladado con dirección a un  campo de interrogatorios civiles cercano a Luneburgo bajo las más estrictas órdenes de precaución y  reserva. Himmler tenía una última carta en su favor, aún contaba con la falta de certeza que tenían sus capturadores al no reconocer al sujeto de su tenencia como un militar de alto rango o un simple soldado alemán escapando de las postrimerías de la guerra. Los estruendos de la sinfonía de la muerte se preparaban para un último concierto.
La noticia de la detención de un sujeto con muchas similitudes a Himmler a cargo del comando dirigido por Ingles Tomas Bester, ya había llegado a las altas esferas del ejercito Británico, a la llamada del capitán en mando, las órdenes superiores eran precisas, mantener con vida al monstruo promotor de las campos de concentración; debía tomarse las más altas medidas para dicha empresa, encargarse de cerciorar en cada milímetro del cuerpo del aprehendido  que no porte  algún arma o veneno que sea causal de autoeliminación del supuesto jefe militar, las previsiones  y el  miedo trascendían en la atmósfera de las instalaciones del edificio. Bester se paró en frente del cautivo, dispuso que se despoje de las vestiduras al oficial alemán dejándolo desnudo, llevando sus atuendos a una habitación contigua con la finalidad de buscar elementos sospechosos en la ropa de Himmler, los indagadores no dieron crédito a lo que vieron, hallando en una grieta de la chaqueta dos recipientes extraños, una contenía una capsula de cianuro, la otra se encontraba vacía. Aquel sujeto era Himmler, era el 2do hombre más importante del Tercer Reich.
Un sepulcral silencio se apoderó del ambiente, la tensa calma del cuartel gobernaba en su interior, el hombre más buscado por los aliados después del fenecido Hitler se encontraba en la pieza de detención, escoltado por dos centinelas segundo a segundo. La puerta se abrió nuevamente, los dos guardias tomaron al detenido de los brazos llevándolo a una pequeña biblioteca lindante que fungía de enfermería, el médico en jefe, Capitán Clement Wells, vestido en bata blanca esperaba parsimoniosamente.  Se dirigió con educación al detenido, solicitándole al oficial germano amainarse para proceder a una auscultación de rigor, el Capitán Clement Wells, Doctor del ejército británico, hombre culto, manteniendo la compostura de un galeno experimentado, intentó mantener la calma del apresado y asimismo guardar para sí la idea de tener en frente suyo a uno de los mayores asesinos de la historia, expresó a modo de molicie - mientras alistaba el estetoscopio y una pequeña linterna - el  amor que sentía por el arte,  sobremanera por la música, hablando de lo mucho que perdió Europa en estos años de guerra respecto a esta disciplina, apartándose unos instantes del recluido dirigiéndose  al fonógrafo que tenía a un lado de la habitación, cogió con sus manos delicadamente un disco, limpiándolo con finesa posteriormente colocándolo en el aparato, sosteniendo la aguja para dar inició a la música que surgió  cual incandescente metal a la piel: El preludio in e Menor de Chopin prorrumpía en la calma de la habitación,  Los notas  del piano del genio de Varsovia llegaron a los oídos del Reichsführer, la pequeña linterna del médico, divisó un objeto extraño en el interior de la boca del detenido y de ahí en adelante no fue como cuentan los libros de historia o documentales televisivos de origen sionista, la estratagema que perpetró Himmler defendiendo las ideas del Tercer Reich, jamás se conocerías de labios suyos, la cápsula emergió de un hipogeo recóndito de  una de sus muelas, instado por el ritmo que presidía el ambiente, la lengua del  Reichsführer actuó con cadencia y sigilo, siguiendo el paso sutil del ritmo y la melodía, aquel veneno se encontraba en la música, música para pastillas que activó el cianuro y el chasquido del aplastamiento de la capsula destrozándose en pequeños fragmentos de vidrio, como lo testimonió Bill Carotte muchos años después, joven cabo inglés que presenció lo sucedido mientras tomaba del brazo izquierdo al alto oficial alemán que yacía en el suelo.








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